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En el libro, El monolingüismo del otro- 1996-, Derrida se preguntaba, ¿Qué es la identidad, ese concepto cuya transparente identidad consigo misma, siempre se presupone dogmáticamente, en tantos debates sobre monoculturalismo o el multiculturalismo, sobre la nacionalidad, la ciudadanía, la pertenencia en general? Ser franco-maghrebí, serlo como yo, no es principalmente un añadido o una riqueza de identidades, atributos o nombres. Antes bien delataría, en principio, un trastorno de la identidad. Se tiene que reconocer en esta expresión, toda su gravedad, sin excluir su connotaciones psicopatológicas o sociopatológicas. Para presentarme como franco maghrebí, hice alusión a la ciudadanía. La ciudadanía, como es sabido, no define una participación cultural, lingüística o histórica en general. No engloba todas esas pertenencias. No es un predicado superficial o superestructural que flota en la superficie de la experiencia, sobre todo cuando esta ciudadanía es de uno a otro extremo precaria, reciente, amenazada, más artificial que nunca.

En una entrevista de 1986- No escribo sin luz artificial, Editorial Cuatro, 1999- comentó que era un judío de Argelia. Un judío, si se quiere, des-judaizado. Es muy difícil hablar así, improvisando, porque hay muchas cosas que decir en mi caso. Toda mi historia pasa por un período, alguien que ha nacido en Argelia, que vive en Francia desde hace varios años, que sólo tiene una lengua, el francés, pero que no se siente completamente en su elemento en Francia. Esto probablemente es lo que motiva mis reservas frente a la cultura francesa, a la que, sin embargo, pertenezco porque no tengo otra. Es pues, a la vez, una vinculación, una dependencia muy grande, casi neurótica, con la cultura y con la lengua francesa y, al mismo tiempo, dentro de esta dependencia, una especie de malestar, de no pertenencia. Tengo raíces fuera de la tierra, aunque, sin embargo, son raíces. Esta es mi relación con Argelia y mi diálogo con los árabes que, para mí, y a pesar de mi ignorancia de su lengua, son algo muy importante.

En 1997 comentaba, al finalizar una conferencia, que es muy difícil identificarse con uno mismo, identificarse con lo otro por lo tanto. En cierta manera soy muy francés, como ya he explicado en un pequeño libro. Fui educado en Argelia en un medio completamente francófono, un medio de judíos totalmente integrados, de modo que el francés es mi único idioma y me cuesta mucho salir de él. Un idioma al que amo y con el que me peleo. Pero, al mismo tiempo, naturalmente por mis orígenes y por el hecho de haber vivido en Argelia- un verdadero país y también una colonia que estaba considerada un departamento francés- sentía que no era un francés como los otros. Considerando además, que llegué a Francia con diecinueve años, tengo raíces profundas en Argelia. Todo eso me produjo muchos problemas de identidad y los he intentado explicar en múltiples ocasiones…Me sentía solidario por los argelinos que luchaban por su independencia, pero a la vez pertenecía sociológicamente a los franceses de Argelia. En conjunto todo era una situación dolorosa, difícil de vivir. He atravesado dos guerras. Cuando era niño, entre los 10 y los 14 años, estalló la Segunda Guerra Mundial, durante la cual existió en Argelia persecuciones a los judíos, y fui expulsado de la escuela por serlo.

No es seguro que queramos ser libres. Usted- le dice al periodista- ha vinculado la libertad a la esperanza, como si lo que deseáramos por encima de todo fuera ser libres. No es nada seguro. Yo, por ejemplo, no estoy seguro de querer ser libre, es decir, desapegado. También tengo ganas de estar ligado, de ser requerido, y no sólo libre. Evidentemente, el vínculo, el verdadero vínculo, se toma libremente.

En 1999, Safaa Fathy estrenó la película “D’ailleurs, Derrida” –“Por otra parte, Derrida”- En ella el pensador manifestó que escribía para buscar una identidad y se sentía interesado por lo que la volvía imposible, la pérdida de la misma. El fantasma identitario, surge de la inexistencia del yo. Si el yo existiese, no lo buscaríamos.
En nuestro anterior encuentro, citamos a Carlo Strenger que en su acalorado debate con A. B. Yehoshua concluía que el judaísmo era una identidad reflexiva, algo que se puede elegir entre muchas otras facetas de la vida, pero el columnista suizo-israelí, nacido en 1958, tal vez olvidó algo que el argelino tenía muy presente, la circuncisión.

En una entrevista radial de 1991, confesó que hacía mucho que el enigma de la circuncisión le atormentaba, como un acontecimiento inicial que marca la entrada en una comunidad, que marca la alianza, el nombre recibido, la pertenencia, pero también como un suceso que la memoria precisamente no puede guardar de forma convencional, un suceso real, fantasmático, reconstruído. Y es otra vez en el film antes aludido, que redondea el concepto expresando que la circunsición es una inscripción que deja una marca en el cuerpo, que trabaja en el inconsciente, huella que va más allá de la presencia y la conciencia y de alguna manera nos remite a algo. La escritura como escritura del cuerpo. Un acontecimiento donde el sujeto recibe la Ley, antes de hablar, de elegir su pertenencia, es marcado por la comunidad, y sean cuales sean, los movimientos de denegación, emancipación, liberación, que pueda realizar eventualmente, en relación con la comunidad, esa marca permanece.


La tregua de Mario Benedetti.

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La más popular publicación de Mario Benedetti (1920-2009) vio la luz en 1960.

Ambientada en Montevideo, varias cosas ya no están: los trolleybuses, el Café El Tup frente al  Palacio Salvo. La calle Sierra ahora se llama Fernández Crespo.

Tampoco existe “el mazacote informativo del diario El Día, apenas interrumpido por una que otra morisqueta anticlerical”.
La robusta complexión del matutino La Mañana, ganadera como ella sola”. En palabras del protagonista:
 
“que diferentes y que iguales. Entre ellos juegan una especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose señas, cambiando de parejas. Pero todos se sirven del mismo mazo, todos se alimentan de la misma mentira”.


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Sigue estando el Diario El País con su civilizada hipocresía, la Ciudad Vieja y fundamentalmente ese monstruo folklórico que es el Palacio Salvo, tan feo que a uno lo pone de buen humor.
Pocitos ya no es un barrio de pitucos que se levantan tarde, sino que se ha transformado en un barrio familiar con una fuerte presencia judía.


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Sigue estando el Diario El País con su civilizada hipocresía, la Ciudad Vieja y fundamentalmente ese monstruo folklórico que es el Palacio Salvo, tan feo que a uno lo pone de buen humor.
Pocitos ya no es un barrio de pitucos que se levantan tarde.

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No está el Café Sorocabana. En su sucursal de 25 de Mayo y Misiones, fue escrita la novela, entre almuerzo y almuerzo del autor y en él transcurre la declaración de amor de Martín Santomé, viudo de 49 años, a su compañera de trabajo 25 años menor, Laura Avellaneda.

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En el Uruguay de la novela algunas cosas siguen igual. Santomé para iniciar su trámite de jubilación debe dar coimas. ” Ahora también da coima el que quiere conseguir algo lícito y esto quiere decir, relajo total”.

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Martín tenía 49 años, había enviudado veinte años antes. Planeaba jubilarse, no por el ocio sino por el derecho a trabajar en aquello que quería. Se hizo cargo de sus tres hijos, pero dicha circunstancia no le da orgullo sino cansancio. Salir adelante con sus hijos era su obligación. El único escape para que la sociedad no se encarara con él y le dedicara la mirada inexorable que se reserva a los padres desalmados. Con sus hijos no se entendía, especialmente con el menor, Jaime, de tendencias homosexuales. Su hija Blanca trabó una amistad con Avellaneda, solo para conocer a su padre. A Esteban le reprochaba ser un funcionario público.

Escribía un diario íntimo es decir reflexionaba. Al su joven amor lo llamaba por su apellido, Avellaneda. Rechazó un ascenso. Con Laura planeaba diversiones sencillas, ir al cine, a un restorán, a una confitería. Algún domingo, frío pero con sol, caminarían por la orilla buscando un aire mejor. Comprarían algún libro, disco, pero sobre cualquier otra cosa, los entretendría hablar. El amor entre ellos fue clandestino y de la muerte de Laura se enteró por un llamado a su lugar de trabajo.


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Cincuenta años después, en una sociedad aniñada e hiperconsumista pocos se reflejan en Santomé. Un amor como el descrito no solo no sería clandestino sino que es frecuente. Nadie autoreflexiona. Ganar mas dinero es una religión por lo que nadie entendería como alguien puede planear retirarse a los 49 años rechazando un ascenso. No obstante Santomé no fue feliz. Era evidente para él, que “Dios le concedió un destino oscuro. Ni siquiera cruel. Simplemente oscuro. Le concedió una tregua. Ahora, metido en su destino, es más oscuro que antes, mucho más”.

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La Tregua fue llevada al cine dos veces. En 1974 por Sergio Renán juntando un elenco increíble encabezado por Héctor Alterio y Ana María Piccio, candidata al Oscar como mejor película extranjera. También hubo una versión del mexicano Alfonso Rosas del año 2003. Paradójicamente a principios de la primera década del dos mil, otra película, Whisky, se transformaría en el mayor éxito cinematográfico uruguayo describiendo un Montevideo oscuro, decadente, donde uno de los protagonistas, de sesenta años, relega la felicidad en el cuidado de la empresa familiar y de su anciana madre, demostrando la gran verdad de que pintando a tu aldea, pintarás al mundo.

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