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Una la ley primera y fundamental de la naturaleza o de la razón, dice Hobbes, ordena a los hombres buscar la paz. Estos se hallaban en la condición de mera naturaleza, contraria a la misma, mientras el apetito personal era la medida de lo bueno y lo malo. Cuando se veían inclinados a pretender la libertad para si, dominaban a los demás, siendo la parcialidad, el orgullo, la pugna de honores, la venganza y otras cosas semejantes su condición innata.
Si a un hombre se le encomienda juzgar entre dos, es un precepto de la ley de la naturaleza que proceda con equidad Sin esto, sólo la violencia puede determinar la controversia. Justicia conmutativa es la de un contratante que ruega el cumplimiento de un pacto. Distributiva, la de un árbitro, esto es, el acto de definir lo que es justo. Distribuye a cada uno lo que le es propio. Puede denominarse a esto, equidad.
De esta ley de la naturaleza, según la cual estamos obligados a transferir a otros, aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos que han celebrado. Sin ello, estos son vanos, y no contienen sino palabras vacías, y subsistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas, seguimos hallándonos en situación de violencia.

En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la Justicia. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición de injusticia no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo.
A cambio de una vida más armónica aceptamos la existencia del Estado. Este es el mandato a aquel hombre o asamblea a la cual le hemos dado autoridad soberana para hacer las leyes que rijan oportunamente nuestras acciones, y para castigarnos, cuando hagamos algo contrario a ello. Sin tal gobierno el estado de violencia sería perpetuo. Es el hombre o los hombres que encarnan al Estado y sus armas, no las palabras o las promesas que se hacen estos entre si, lo que afirma la fortaleza y poder de las leyes.
Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras. La validéz de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil, artificial, suficiente para compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad. Esta tiene sus normas que determinan lo meum y lo tuum, constituyendo la ley civil.
Debe existir entonces, un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento de los pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan del quebrantamiento de su compromiso y por otra parte, para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder no existía antes de erigirse el Estado, en latín civitas, aquel Dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Este Leviatán al cual Hobbes, compara con el Estado surge de los dos últimos versículos del capítulo 41 de Job, cuando Dios, habiendo establecido el gran poder del Leviatán, lo denomina rey de la arrogancia. Nada existe sobre la tierra que pueda compararse con él. Está hecho para no sentir el miedo. Menosprecia todas las cosas altas, y es el rey de todas las criaturas soberbias, pero como es mortal, está sujeto a perecer. Sin embargo, dice el inglés en otro pasaje, no hay estado en el mundo cuyos comienzos puedan ser justificados con la conciencia.

Fin.

Etica de la convicción y ética de la responsabilidad.

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A la política, Max Weber (1864-1920) la entiende  como la actividad encaminada a ejercer influencia sobre la dirección del Estado.  Significará, pues,  la aspiración (Streben) de participar en el poder  entre los distintos grupos de hombres que lo componen.  Quien hace política aspira al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere.   El político quiere  canalizar el sentimiento de manejar los hilos de acontecimientos importantes.
Toda lucha entre partidos persigue no sólo un fin objetivo, sino también y ante todo el control sobre la distribución de los cargos, es decir un pesebre estatal donde los vencedores deben saciarse.   La transformación de la política en una empresa determinó la división de los funcionarios públicos en dos categorías bien distintas pero no tajantes, funcionarios profesionales  por una parte y funcionarios políticos por la otra. Hay dos formas de hacer de  esta una profesión, dice Weber: O se vive para la política o se vive de la política. La dirección de un Estado o de un partido por gentes que, en el sentido económico, viven para la política y no de la política, significa necesariamente un reclutamiento plutocrático de las capas políticamente dirigentes.  Vivir de la política como profesión es tratar de hacer de ella una fuente duradera de ingresos. La oposición no es en absoluto excluyente.
Puede decirse que   las cualidades decisivamente importantes para el político son  dos.  La primera es la pasión ( Sachlichkeit)  al servicio de una causa que parece una cuestión de fe. La segunda es el sentido de responsabilidad y  mesura (Augenmass) tratando de vencer la vanidad, es decir la necesidad de aparecer siempre que sea posible en el primer plano.  Con esto entramos en el terreno de la ética, dice Weber.  El problema es el ethos de la política como causa, el lugar ético que ella ocupa. ¿Cual es la verdadera relación entre ética y política?

Existe una ética absoluta e incondicionada que supone la máxima de no mentir, de decir siempre la verdad sin importar las consecuencias. En la política diremos que   toda acción, éticamente orientada, puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente, distintas entre sí, e irremediablemente opuestas. Puede orientarse conforme a la ética de la convicción.  Esta se asemeja a lo  ordena el cristianismo, obra bien y deja el resultado en mano de Dios. Cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien las ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que lo hizo así, no soportando la irracionalidad ética del mundo. El hombre que se somete a  estos dictámenes, probablemente cree en Dios pero no  entiende como un poder infinito y bondadoso  pudo crear este mundo irracional del sufrimiento inmerecido, la injusticia impune y la estupidez irremediable.
¿En el mundo secular quienes son idealistas? Weber responde que el idealismo político totalmente desinteresado y exento de miras materiales es propio principalmente, si no exclusivamente, de aquellos sectores que, a consecuencia de su falta de bienes, no tienen interés alguno en el mantenimiento del orden económico de una determinada sociedad.
A diferencia de la ética de la convicción, la de la responsabilidad  ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción.  Quien obra respecto a la ética de la responsabilidad, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio.   Se dirá siempre que esas consecuencias son imputables a su acción. Ninguna ética del mundo, dice la ética de la responsabilidad,  puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos, hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas.  La ética absoluta no puede resolver  cuándo y en qué medida quedan santificados por el fin moralmente bueno, los medios y consecuencias laterales moralmente peligrosos.   El honor del caudillo político, es decir, del estadista dirigente, está, por el contrario, en asumir personalmente la responsabilidad de todo lo que hace, responsabilidad que no debe ni puede rechazar o arrojar sobre otro. Quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder. El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el Dios del amor. Todo aquello que se persigue a través de la acción política, que se sirve de medios violentos y opera con arreglo a la ética de la responsabilidad, pone en peligro la salvación del alma.
No es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad o la ética de la responsabilidad a la falta de convicción. No son términos absolutamente opuestos sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener vocación política.
La política consiste entonces, en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere, al mismo tiempo, pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez.

Bibliografía: Weber Max, El Político y el Científico, Alianza Editorial, Madrid, 1972.



Fin.

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El filósofo judío argelino, Jacques Derrida (1930-2004) explica que el derecho es una fuerza que se auto-justifica. No hay derecho sin fuerza. Citando a Pascal comenta que la justicia sin la fuerza es impotente. La fuerza sin la justicia es tiránica. Así que no pudiendo hacerse que lo que lo que sea justo sea fuerte, tratamos que lo que es fuerte sea justo. La leyes no son justas en si mismas sino por ser leyes. Las leyes no se obedecen porque sean justas sino porque tienen autoridad. Como se narra en el cuento de La Fontaine, “la razón del más fuerte es siempre la mejor”.

En su “Estudio Crítico sobre la Violencia” (Zur Kritik der Gewalt,1921), Walter Benjamín (1882- 1940) enumera la existencia de varias violencias, la fundadora, la conservadora y la divina. Según Gershom Scholem, Benjamín hablaba ya entonces, en este contexto, de la diferencia entre derecho y justicia, de modo que el ordenamiento jurídico solo en el mundo del mito encontraría su fundamento. El aludido ensayo de Benjamín, dice Derrida, está inscripto en una perspectiva judía que opone la justa violencia divina (judía), la que destruye el derecho, a la violencia mítica (de tradición griega) que lo instaura y lo conserva. La justicia divina (die göttliche Gewalt), que es insignia y sello(Insignium und Siegel), jamás medio de ejecución sagrada, podría llamarse la soberana ( mag die waltende heissen).
El mejor paradigma de la violencia fundadora, dice Derrida, lo constituye el nacimiento de los Estados-Nación o el acto instituyente de una primera constitución. Comentando el trabajo de Benjamín, refiere a que la fundación de todos los Estados acaece en una situación que se puede así llamar revolucionaria. Cuando se inaugura un nuevo derecho se lo hace siempre en la violencia, incluso cuando no tienen lugar esos genocidios, expulsiones o deportaciones espectaculares que acompañan tan frecuentemente la fundación de los Estados, grandes o pequeños, antiguos o modernos, muy cerca o muy lejos de nosotros. La operación que consiste en fundar, inaugurar, justificar el derecho, hacer la ley, consistiría en un golpe de fuerza, en una violencia realizativa. Parece más fácil criticar la violencia fundadora puesto que ésta no puede justificarse mediante ninguna legalidad preexistente y parece así salvaje. Es violencia. No reconoce el derecho existente en el momento que funda otro. Entre los dos términos de esta contradicción, está la cuestión de ese instante revolucionario inaprensible, de esa decisión excepcional que no forma parte de ningún continuum histórico y temporal.

Una revolución lograda, la fundación de un Estado por la fuerza, producirá con posterioridad lo que estaba por anticipado llamado a producir, a saber, modelos interpretativos apropiados para leer retroactivamente, para dar sentido, necesidad, y sobre todo legitimidad a la violencia que ha producido, entre otras cosas, el modelo interpretativo en cuestión, es decir el discurso de la autolegitimación. La violencia del poder (Gewalt), al no tener que justificar su soberanía ante ninguna ley preexistente, apela sólo a una mística.

La violencia triunfante es fundadora del derecho y ella dura hasta el momento en que nuevas fuerzas, o aquellas antes oprimidas triunfan sobre las hasta entonces habían fundado el derecho y refundan así un nuevo derecho destinado a una nueva decadencia.

En su despedida como miembro activo de la Universidad de California Hanz Kelsen (Praga 1881- California 1973) explicó la absoluta disparidad entre el concepto de la aplicación del derecho y la justicia. La justicia como valor absoluto, dijo el jurista, es un ideal irracional, o dicho en otras palabras una ilusión, una de las ilusiones eternas del hombre que tiene por objeto satisfacer la constante necesidad de justificar sus actos pero es ajena al derecho formando parte de la religión y la metafísica. Ninguna solución es justa o injusta per sé sino teniendo en cuenta sus circunstancias. La justicia como valor absoluto no es una cuestión del más acá sino del más allá. Desde el punto de vista del conocimiento racional, no existen más que intereses humanos y por tanto conflictos entre estos. La solución de los mismos solo puede encontrarse satisfaciendo un interés en detrimento del otro o mediante un compromiso entre los intereses en pugna.

Bibliografía.
Benjamín Walter, Conceptos de Filosofía de la Historia. Caronte.
Derrida Jacques, Fuerza de Ley. El fundamento místico de la autoridad. Tecnos.
Kelsen, Hans, ¿Que es justicia? Planeta Agostini.
Scholem Gershom, Walter Benjamín, Historia de una Amistad. De Bolsillo.


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Nuestro tiempo, dice Isaiah Berlín (1909 -1997), ha asistido al conflicto de dos puntos de vista irreconciliables. Por un lado el racionalismo universalista, en cuanto cree que las verdades matemáticas, los valores morales y estéticos conforman una armonía perfecta, conformando una realidad eterna que se ciñe a todos los hombres. Auguste Comte, por ejemplo, se preguntó ¿por qué si la libertad de opinión no es aceptada en matemáticas si tendríamos que aceptarla en moral o en política? escandalizando por ello a J. Stuart Mill y a otros liberales. La razón por la que todos aún no han reconocido estas verdades universales es por falta de capacidad moral, intelectual o material. Esa especie de culto a la unicidad, dice el pensador judío nacido en Letonia, es la base del platonismo y de buena parte del pensamiento posterior, tanto judaico como cristiano, y no lo fue menos en el Renacimiento y la Ilustración.

También el mundo medieval católico al tratar de imponer los valores cristianos era universalista pero la revuelta en contra de la autoridad papal que produjeron los reformistas del siglo XVI (entre ellos, particularmente a los juristas protestantes) llevaron a proclamar que las diferencias entre condiciones culturales diversas tenían igual importancia, si no que más, que sus semejanzas. No obstante, el modelo francés y católico se impuso a través de victorias militares. Los ejércitos de Richelieu y de Luis XIV aplastaron y humillaron a gran parte de la población alemana, sofocando el desarrollo natural de la nueva cultura del renacimiento protestante en el norte. Un siglo más tarde, los alemanes se rebelaron en contra del usufructo francés del campo de la cultura, el arte y la filosofía, y se vengaron lanzando un contraataque de lo individual, lo nacional y lo histórico en contra de lo universal y lo eterno.

Posteriormente vino la Revolución Francesa con la consiguiente imposición universalista y autoritaria de la razón. Entonces contra el nuevo universalismo racionalista renació la concepción predominantemente germánica, o en todo caso nórdica, que quizás pueda ser rastreada aún más atrás en las nómadas tribus teutónicas que llevaron sus costumbres de oriente a occidente y de norte a sur, desconociendo el derecho universal del Imperio Romano y la Iglesia Romana e impusieron su propia tribal consuetudines por encima del jus Pentium.

Los románticos alemanes, de inclinación religiosa y metafísica lucharon contra la ideología racionalista a la que consideraban errónea tanto en su interpretación de la historia como en su visión mecanicista de la naturaleza del hombre y la sociedad.

Las fuerzas irracionales se colocaron entonces por encima de las racionales, dado que lo que no puede ser criticado o es inapelable resulta más atractivo que lo que la razón puede analizar. Las fuentes oscuras y profundas del arte, la religión y el nacionalismo, precisamente porque son oscuras, resisten el examen distanciado y se desvanecen bajo el análisis intelectual, son veneradas y adoradas como trascendentes, inviolables y absolutas. En el caso de las naciones, este rechazo de la noción de valores universalmente válidos tendió a veces a inspirar el nacionalismo y el chauvinismo agresivo, así como la glorificación inflexible de la autoafirmación individual o colectiva.

Entonces, hijo del romanticismo irracional es el nacionalismo. Este no es la conciencia de la realidad del carácter nacional, ni un orgullo de pertenencia. Es la creencia en la misión exclusiva de una nación por ser intrínsecamente superior a las metas o atributos de todo lo que se halla fuera de ella. De modo que si existe un conflicto entre mi país y otros hombres, estoy obligado a luchar por mi país sin importar el costo que pueda significar para ellos si se resisten. No podría yo esperar otra cosa de seres que han crecido en una cultura inferior, que descienden y han sido educados por personas inferiores que, ex hipótesis, no pueden entender los ideales que nos animan a mí y a mi nación.

El romanticismo vanagloria la cultura del mártir, aun enemigo. De igual modo, que en mis relaciones con los demás tengo un ideal al cual consagro mi vida, el enemigo tiene otro. Si esos ideales entran en conflicto, es incomparablemente preferible que peleemos a que tengamos que transigir cualquiera de nuestras creencias. Surge entonces el respeto del otro en la lucha por sus ideales, a pesar de que estas creencias nos parezcan detestables. Lo que si se aborrece es cualquier forma de compromiso, reconciliación o intento de evadir la responsabilidad con el verdadero ser. Esto conduce a la concepción del enemigo noble inmensamente superior al filisteo pacífico y benevolente o al enemigo cobarde. Decir que un hombre es un idealista es decir que, aunque sus metas puedan parecernos absurdas o incluso repulsivas, si su conducta es desinteresada y está dispuesto a sacrificarse por un principio y en contra de sus obvios intereses materiales, es merecedor de un profundo respeto. Esta es una actitud totalmente moderna y la acompaña el alto valor conferido a los mártires y a las minorías.

Después de 1914, se pregunta Isaiah Berlin, asi como después de Hitler y Nasser y del despertar de Africa y también luego de otros acontecimientos menos esperados como el surgimiento del Estado de Israel, ¿que observador coherente podría seguir sosteniendo la antigua tesis de que el nacionalismo es una consecuencia lateral del ascenso del capitalismo y que decaerá cuando lo mismo le acontezca a este?

 

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En su libro, La Opinión Pública, Walter Lippmann (1889-1974) expresa que en el fondo de toda información hay una representación de la naturaleza humana, un mapa del universo y una versión de la historia. Esta emerge de un ámbito prejuicioso ya que las visiones neutrales no existen. La calidad de los pensamientos dependerán de si esos prejuicios son favorables o no a determinadas gentes o ideas.
Del gran caos del mundo se elige lo que la cultura ya ha definido, es decir se percibe de forma estereotipada. Cuando ese sistema está bien asentado, nuestra atención es atraída por aquellos hechos que sostienen nuestros preconceptos, a la vez que ignoramos los que la contradicen. El estereotipo no sólo ahorra tiempo en una vida atareada y defiende nuestra posición en la sociedad, sino que tiende amresguardarnos de los desconcertantes efectos de querer ver mundo estable, cuando no lo es y en su totalidad, cuando ello es imposible.

Un relato es en definitiva una combinación de realidad y percepción. El papel del observador es siempre selectivo y generalmente creador. La imagen que la agencia de noticias presenta es aquella que desea que el público vea. Los medios de comunicación exhiben los hechos de manera abreviada. Al llegar al lector, por ejemplo, todo periódico es el resultado de una serie de selecciones sobre los puntos que han de ser impresos, la ubicación que se les dará, el espacio que ocupará cada uno y el énfasis que tendrá. El informante, en general debe sortear la dificultad de expresar un mundo complicado mediante un vocabulario reducido ya que son menos las palabras que dominan los hombres que las ideas que tienen que  expresar.
Como dijo Jean Paul, el lenguaje es un diccionario de metáforas descoloridas. Por otro lado, las palabras no evocan la misma idea en la mente del lector que en la del periodista.

Pero además, el espectador realiza un esfuerzo estéril entre tratar de comprender la naturaleza limitada de las informaciones que recibe frente a la ilimitada complejidad de las cosas. Cada uno de nosotros vive y trabaja en un pequeño sector de la superficie terrestre, se mueve dentro de un círculo reducido de relaciones y además emplea un tiempo relativamente reducido para informarse, pero sin embargo, los hechos que nos llegan, despiertan en nosotros una imagen mental. En la mayoría de los casos, no vemos primero para luego definir, sino que definimos primero y luego miramos. ¿Que mejor criterio para el hombre sentado a la mesa del desayuno, que la versión del periódico concuerde con su propia opinión? En definitiva, señala Walter Lippmann, si suponemos que las noticias y la verdad son dos palabras que dicen la misma cosa, creo que no llegaremos a ningún lado.

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