El tiempo.
En el Timeo de Platón, el tiempo, medido por la revolución cíclica de las esferas celestes es definido como una imagen en movimiento de la eternidad.
Para Aristóteles el tiempo era circular: la razón por la cual el tiempo parece ser el movimiento de la esfera es que este movimiento sirve para medir a los demás movimientos y también al tiempo. La primera consecuencia de esta concepción es que el tiempo, al ser esencialmente circular, no tiene dirección. En sentido estricto, no tiene ni principio ni fin. Según explica en un peculiar pasaje, es imposible decir si somos posteriores o anteriores a la guerra de Troya (1).
Hay un rasgo común a todos los calendarios según Ricoer: un acontecimiento fundador, considerado como el inicio de una nueva era ( nacimiento de Cristo, Buda, Égira o la llegada al trono de un soberano). Este suceso determina el momento axial a partir del cual son datados todos los acontecimientos. Es el punto cero del cómputo. Citando a René Hubert (2) señala que el calendario responde a la necesidad de ordenar la periodicidad de las fiestas. No menos importante es el hecho de que los intervalos entre estas fechas críticas se califican por el esplendor de las fiestas y se hacen equivalentes por el retorno de las mismas. Para la religión, el calendario no tiene tanto la función de medir el tiempo como el de acompasarlo, de garantizar la sucesión de los tiempos fastos y nefastos.
Para Aristóteles el tiempo era circular: la razón por la cual el tiempo parece ser el movimiento de la esfera es que este movimiento sirve para medir a los demás movimientos y también al tiempo. La primera consecuencia de esta concepción es que el tiempo, al ser esencialmente circular, no tiene dirección. En sentido estricto, no tiene ni principio ni fin. Según explica en un peculiar pasaje, es imposible decir si somos posteriores o anteriores a la guerra de Troya (1).
Hay un rasgo común a todos los calendarios según Ricoer: un acontecimiento fundador, considerado como el inicio de una nueva era ( nacimiento de Cristo, Buda, Égira o la llegada al trono de un soberano). Este suceso determina el momento axial a partir del cual son datados todos los acontecimientos. Es el punto cero del cómputo. Citando a René Hubert (2) señala que el calendario responde a la necesidad de ordenar la periodicidad de las fiestas. No menos importante es el hecho de que los intervalos entre estas fechas críticas se califican por el esplendor de las fiestas y se hacen equivalentes por el retorno de las mismas. Para la religión, el calendario no tiene tanto la función de medir el tiempo como el de acompasarlo, de garantizar la sucesión de los tiempos fastos y nefastos.
Para Giorgio Ambages, la experiencia cristiana del tiempo es opuesta a la griega. Mientras que la representación clásica del tiempo es un círculo, la imagen que guía la conceptualización cristiana es la de una línea recta.
Contrariamente al helenismo, para el cristiano el mundo es creado en el tiempo y debe terminar en el tiempo. Por una parte, el relato del Génesis, por la otra, la prospectiva escatológica del Apocalipsis. Y la creación, el Juicio Final, el período intermedio, son únicos. Este universo creado y único, que ha comenzado, perdura y terminará en el tiempo, es un mundo finito y limitado. No es eterno ni infinito en su duración y los acontecimientos que en él se desarrollan nunca se repetirán. Además, en contraste con el tiempo sin dirección del mundo clásico, este tiempo tiene una dirección y un sentido, se desarrolla irreversiblemente desde la creación hacia el fin y tiene un punto de referencia central en la encarnación de Cristo, que caracteriza su desarrollo como una progresión desde la caída inicial a la redención final. La historia de la humanidad se muestra así como una historia de la salvación, de la realización progresiva de la redención cuyo fundamento está en Dios. En este contexto, cada acontecimiento es único e insustituible. De hecho, el cristianismo escinde decididamente el tiempo del movimiento natural de los astros para convertirlo en un fenómeno esencialmente humano e interior.
Walter Benjamín ( Sobre el concepto de Historia) dice que la idea que nos hacemos de la felicidad late inseparablemente de la de la redención. La conciencia de hacer saltar el contiuum de la historia es propia de las clases revolucionarias en el instante de la acción. La Gran Revolución introdujo un nuevo calendario. El día con el que comienza un calendario actúa como un acelerador histórico y es en el fondo el mismo día que vuelve siempre en la figura de los días festivos, que son días de rememoración.
Los calendarios miden el tiempo, pero no como relojes. Son monumentos de una conciencia histórica. En la idea de una sociedad sin clases, Marx secularizó la idea del tiempo mesiánico. Y es bueno que haya sido asi. La desgracia empieza cuando la socialdemocracia eleva esta idea a ideal. El ideal fue definido en la doctrina neokantiana, dice Benjamín, como una tarea infinita. Una vez definida la sociedad sin clases como tarea infinita, el tiempo vacío y homogéneo, se transformó, por decirlo así, en una antesala, en la cual se podía esperar con más o menos serenidad el advenimiento de la situación revolucionaria.
Se sabe que a los judíos les estaba prohibido investigar el futuro, dice el malogrado pensador alemán. La Toráh y la plegaria los instruyen, en cambio, en la rememoración. Esto los liberaba del encantamiento del futuro, al que sucumben aquellos que buscan información en los adivinos. A pesar de esto, el futuro no se convirtió para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío porque en él cada segundo era la pequeña puerta por la que podía pasar el Mesías.
Para John Maynard Keynes (Las posibilidades económicas de nuestros nietos, P. 324) se puede mirar al futuro con optimismo o con dos clases de pesimismo. El de los revolucionarios, que creen que las cosas están tan mal que no nos puede salvar más que un cambio violento, y de los reaccionarios, que consideran tan precario el equilibrio de nuestra vida económica y social que piensan que no debemos correr el riesgo de hacer experimentos.
(1) Agamben Giorgio- Tiempo e historia, Crítica del instante y del continuo.
Pág. 133 a 136.
(2) Ricoer Paul- Tiempo y Narración, pág. 785.
Contrariamente al helenismo, para el cristiano el mundo es creado en el tiempo y debe terminar en el tiempo. Por una parte, el relato del Génesis, por la otra, la prospectiva escatológica del Apocalipsis. Y la creación, el Juicio Final, el período intermedio, son únicos. Este universo creado y único, que ha comenzado, perdura y terminará en el tiempo, es un mundo finito y limitado. No es eterno ni infinito en su duración y los acontecimientos que en él se desarrollan nunca se repetirán. Además, en contraste con el tiempo sin dirección del mundo clásico, este tiempo tiene una dirección y un sentido, se desarrolla irreversiblemente desde la creación hacia el fin y tiene un punto de referencia central en la encarnación de Cristo, que caracteriza su desarrollo como una progresión desde la caída inicial a la redención final. La historia de la humanidad se muestra así como una historia de la salvación, de la realización progresiva de la redención cuyo fundamento está en Dios. En este contexto, cada acontecimiento es único e insustituible. De hecho, el cristianismo escinde decididamente el tiempo del movimiento natural de los astros para convertirlo en un fenómeno esencialmente humano e interior.
Walter Benjamín ( Sobre el concepto de Historia) dice que la idea que nos hacemos de la felicidad late inseparablemente de la de la redención. La conciencia de hacer saltar el contiuum de la historia es propia de las clases revolucionarias en el instante de la acción. La Gran Revolución introdujo un nuevo calendario. El día con el que comienza un calendario actúa como un acelerador histórico y es en el fondo el mismo día que vuelve siempre en la figura de los días festivos, que son días de rememoración.
Los calendarios miden el tiempo, pero no como relojes. Son monumentos de una conciencia histórica. En la idea de una sociedad sin clases, Marx secularizó la idea del tiempo mesiánico. Y es bueno que haya sido asi. La desgracia empieza cuando la socialdemocracia eleva esta idea a ideal. El ideal fue definido en la doctrina neokantiana, dice Benjamín, como una tarea infinita. Una vez definida la sociedad sin clases como tarea infinita, el tiempo vacío y homogéneo, se transformó, por decirlo así, en una antesala, en la cual se podía esperar con más o menos serenidad el advenimiento de la situación revolucionaria.
Se sabe que a los judíos les estaba prohibido investigar el futuro, dice el malogrado pensador alemán. La Toráh y la plegaria los instruyen, en cambio, en la rememoración. Esto los liberaba del encantamiento del futuro, al que sucumben aquellos que buscan información en los adivinos. A pesar de esto, el futuro no se convirtió para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío porque en él cada segundo era la pequeña puerta por la que podía pasar el Mesías.
Para John Maynard Keynes (Las posibilidades económicas de nuestros nietos, P. 324) se puede mirar al futuro con optimismo o con dos clases de pesimismo. El de los revolucionarios, que creen que las cosas están tan mal que no nos puede salvar más que un cambio violento, y de los reaccionarios, que consideran tan precario el equilibrio de nuestra vida económica y social que piensan que no debemos correr el riesgo de hacer experimentos.
(1) Agamben Giorgio- Tiempo e historia, Crítica del instante y del continuo.
Pág. 133 a 136.
(2) Ricoer Paul- Tiempo y Narración, pág. 785.
Dice Francois Dubet que la Iglesia católica inventó a la escuela porque el fundamento de su existencia era la dominación universal de las almas. Para Durkheim, la historia de la escuela es la de la larga laicización de ese proyecto.
Luego de la Revolución Francesa, en Francia, surgió la escuela republicana que apuntó a quitar a la Iglesia su ascendiente sobre las mentes. Tenía como misión instruir a los sujetos de un país democrático, moderno y universal, producto de un sincretismo ideológico, mezcla del espíritu del iluminismo y el positivismo, en el marco de una nación que pretendía ser homogénea. Suponía igualdad de oportunidades en términos de promoción de los alumnos más aplicados y virtuosos con miras a proveer cuadros jerárquicos para el ejército, la función pública y la propia escuela.
Como herencia de su pasado religioso, la escuela no era sólo un lugar de aprendizaje, también era un espacio moral. No era tan solo el espacio donde el maestro enseñaba, él era también un ser moral. Por ello las iglesias, los hospitales y los tribunales eran templos o santuarios. Poseían una arquitectura cuyo objetivo era impresionar a la multitud. Durante mucho tiempo los docentes han sido los sacerdotes de la república y la escuela su templo.
Mientras que la escuela primaria fue la gran obra de la República, obra destinada a los niños del pueblo, el liceo fue el mundo de la gran cultura y de la élite, pero en términos generales, los hijos de los pobres, los emigrantes o los desempleados no iban a él.
Cuando el país contaba con algunos cientos de profesores de secundaria, estos últimos eran antes que nada eruditos, hombres de cultura y de ciencia reclutados mediante tortuosos concursos. El nivel de los profesores habría debido ser la garantía del nivel de los alumnos. Específicamente la mayor parte de los profesores habían elegido ese oficio a causa de su pasión por la disciplina enseñada. Su vivencia era la de ser filósofos, matemáticos, físicos o gente de letras, antes que percibirse como pedagogos.
Pero en los últimos treinta años del siglo XX, los colegios escolarizaron a la totalidad de una clase etaria. El índice de liceístas en Francia, pasó del 15% al 70% de dicha franja etaria. Los profesores a su vez se multiplicaron. Se inició una enseñanza de masas. Cuando el 70 % obtiene el título de Bachiller, el diploma pierde su valor de diferenciación cultural, pero sin diploma se vuelve imposible entrar en la vida activa.
Pero con la irrupción de las masas, los educandos llevaron consigo su cultura y sus problemas. Los problemas de la adolescencia, del desempleo de sus padres, de los barrios sensibles, de la inmigración no pudieron quedarse afuera del aula.
Pero además de crecer el número de estudiantes, el mundo a donde estos fueron traídos cambió sustancialmente. Pasamos, según Ilya Prigogine, del mundo de las certidumbres al mundo de las probabilidades y los estudiantes deben estar preparados para vivir en un futuro, en un mundo donde no es seguro que haya trabajo para todos.
Ferrán Mascarell, fundado en el informe Delors sobre la educación del siglo XXI indica que vivimos instalados en una paradoja difícil de explicar y que permite afirmar algo que nuestros antepasados no se habrían atrevido nunca a imaginar: la sociedad ha interiorizado el progreso material y económico en términos de desencanto y desilusión. Buena parte de los ciudadanos viven con preocupación y sin fórmulas sólidas. Vivimos una época en la que predominan los valores débiles o si se desea, dominada por una vivencia subjetiva de crisis de valores.
Giles Lipovetsky afirma que el discurso del maestro ha sido desacralizado, banalizado y la enseñanza se ha convertido en una máquina neutralizada por la apatía. El joven a su vez expresa una tendencia que refleja el predominio del individualismo hedonista y el narcisismo.
Frente a tanto multiculturalismo, ambivalencia, heterogeneidad, dice Francois Dubet, los profesores abandonaron el delantal gris del clérigo de la República y de la Nación y actualmente se consideran especialistas en infancia, psicología, pedagogía y didáctica pero como contrapartida, esos alumnos no están dispuestos a reconocer la autoridad del profesor como natural y obvia. Esperan ser convencidos de la utilidad de sus estudios. Pero sin embargo, es inimaginable un instante en el que los colegios y los liceos hubiesen podido soportar tantos impactos sin un derrumbe en el nivel.
Bibliografía:
¡Mantente al día con Dia
Luego de la Revolución Francesa, en Francia, surgió la escuela republicana que apuntó a quitar a la Iglesia su ascendiente sobre las mentes. Tenía como misión instruir a los sujetos de un país democrático, moderno y universal, producto de un sincretismo ideológico, mezcla del espíritu del iluminismo y el positivismo, en el marco de una nación que pretendía ser homogénea. Suponía igualdad de oportunidades en términos de promoción de los alumnos más aplicados y virtuosos con miras a proveer cuadros jerárquicos para el ejército, la función pública y la propia escuela.
Como herencia de su pasado religioso, la escuela no era sólo un lugar de aprendizaje, también era un espacio moral. No era tan solo el espacio donde el maestro enseñaba, él era también un ser moral. Por ello las iglesias, los hospitales y los tribunales eran templos o santuarios. Poseían una arquitectura cuyo objetivo era impresionar a la multitud. Durante mucho tiempo los docentes han sido los sacerdotes de la república y la escuela su templo.
Mientras que la escuela primaria fue la gran obra de la República, obra destinada a los niños del pueblo, el liceo fue el mundo de la gran cultura y de la élite, pero en términos generales, los hijos de los pobres, los emigrantes o los desempleados no iban a él.
Cuando el país contaba con algunos cientos de profesores de secundaria, estos últimos eran antes que nada eruditos, hombres de cultura y de ciencia reclutados mediante tortuosos concursos. El nivel de los profesores habría debido ser la garantía del nivel de los alumnos. Específicamente la mayor parte de los profesores habían elegido ese oficio a causa de su pasión por la disciplina enseñada. Su vivencia era la de ser filósofos, matemáticos, físicos o gente de letras, antes que percibirse como pedagogos.
Pero en los últimos treinta años del siglo XX, los colegios escolarizaron a la totalidad de una clase etaria. El índice de liceístas en Francia, pasó del 15% al 70% de dicha franja etaria. Los profesores a su vez se multiplicaron. Se inició una enseñanza de masas. Cuando el 70 % obtiene el título de Bachiller, el diploma pierde su valor de diferenciación cultural, pero sin diploma se vuelve imposible entrar en la vida activa.
Pero con la irrupción de las masas, los educandos llevaron consigo su cultura y sus problemas. Los problemas de la adolescencia, del desempleo de sus padres, de los barrios sensibles, de la inmigración no pudieron quedarse afuera del aula.
Pero además de crecer el número de estudiantes, el mundo a donde estos fueron traídos cambió sustancialmente. Pasamos, según Ilya Prigogine, del mundo de las certidumbres al mundo de las probabilidades y los estudiantes deben estar preparados para vivir en un futuro, en un mundo donde no es seguro que haya trabajo para todos.
Ferrán Mascarell, fundado en el informe Delors sobre la educación del siglo XXI indica que vivimos instalados en una paradoja difícil de explicar y que permite afirmar algo que nuestros antepasados no se habrían atrevido nunca a imaginar: la sociedad ha interiorizado el progreso material y económico en términos de desencanto y desilusión. Buena parte de los ciudadanos viven con preocupación y sin fórmulas sólidas. Vivimos una época en la que predominan los valores débiles o si se desea, dominada por una vivencia subjetiva de crisis de valores.
Giles Lipovetsky afirma que el discurso del maestro ha sido desacralizado, banalizado y la enseñanza se ha convertido en una máquina neutralizada por la apatía. El joven a su vez expresa una tendencia que refleja el predominio del individualismo hedonista y el narcisismo.
Frente a tanto multiculturalismo, ambivalencia, heterogeneidad, dice Francois Dubet, los profesores abandonaron el delantal gris del clérigo de la República y de la Nación y actualmente se consideran especialistas en infancia, psicología, pedagogía y didáctica pero como contrapartida, esos alumnos no están dispuestos a reconocer la autoridad del profesor como natural y obvia. Esperan ser convencidos de la utilidad de sus estudios. Pero sin embargo, es inimaginable un instante en el que los colegios y los liceos hubiesen podido soportar tantos impactos sin un derrumbe en el nivel.
Bibliografía:
- Dubet, Francois . El declive de la Institución. Editorial Gedisa, 2006
- Marrero Adriana y otros, Educación y Modernidad, Banda Oriental, 2007.
- Mascarell Ferrán, La cultura en la era de la Incertidumbre, Rocaeditorial, 2005.
¡Mantente al día con Dia
Pasaron treinta y cuatro años desde que Jean Francois Lyotard (1924-1998) publicó su ensayo sobre el saber. Las derivaciones de su pensamiento superaron el alcance de su escritura difundiendo una percepción que se halla vigente hasta nuestros días: la idea de la postmodernidad. Hasta la postmodernidad, todo saber se insertaba en un gran relato. Por ello la postmodernidad será el fin de los grandes relatos.
En las sociedades primitivas o religiosas, el relato consistía en una fábula fundacional que justificaba su propia filosofía de la historia. Esos relatos populares, generalmente, contaban los éxitos y fracasos de un héroe, bíblico o clánico y a su vez legitimaba a las instituciones existentes.
Posteriormente sobrevino un cambio del saber tradicional que pasó de estar inserto dentro del relato de la emancipación de los pueblos (revoluciones de los Siglos XVIII y XIX) o bien del oprimido (Vida del Espíritu- Hegel- Revolución del proletariado, Marx). Los héroes, dice Lyotard, pasaron a ser los pueblos oprimidos que se emancipaban o bien la clase oprimida, representada por la elite que la guiaba que autolegitimaba sus instituciones mediante la deliberación de lo que era justo o injusto al mismo tiempo que la comunidad de ilustrados debatía respecto a lo que era verdadero o falso
No había que asombrarse entonces que los representantes de la nueva legitimación por medio del pueblo o de la victoria de la clase obrera, fuesen también los destructores activos de los saberes tradicionales, percibidos ahora como minorías o separatismos oscurantistas. La política escolar de la II República francesa ilustraba estos presupuestos. Las instituciones de la enseñanza superior estaban dedicadas en ese entonces a ser viveros de los cuadros del Estado y la sociedad civil.
En las sociedades industriales y pos industriales (del conocimiento), el gran relato es suprimido y la legitimación es reemplazada por la tecnocracia que no concede ninguna importancia a la creencia de los ciudadanos ni a la moralidad. En este contexto los partidos políticos y las universidades pierden su fuerza frente a los grandes actores de la sociedad industrial: los empresarios, los sindicatos, los tecnócratas, etc.
En este escenario, la transmisión de los saberes ya no aparece destinada a formar una élite capaz de guiar a la nación sino de proporcionar al sistema actores capaces de asegurar su papel en los puestos pragmáticos de los que las instituciones tienen necesidad. El criterio de la productividad tiene sus ventajas, dice Lyotard, excluye la adhesión a un discurso metafísico, requiere el abandono de las fábulas, exige mentes claras y voluntades frías.
Las instituciones de enseñanza son llamadas para que fuercen la capacidad productiva de los técnicos y no deben preocuparse por formar idealistas. En esta sociedad, el saber se trasmite no en bloque a jóvenes, antes de su entrada a la vida activa sino que a la carta, a adultos ya activos, en vista de la mejora de sus capacidades.
Esta relación de los proveedores y los usuarios del conocimiento tiende cada día a revestir la forma de proveedor-consumidor por encima de la de alumno – profesor. El saber es por lo tanto producido para ser vendido.
Fuera de aquellos egresados productivos, los jóvenes que se dedican a las letras o ciencias humanas, constituirán parados no contabilizados por los índices de desempleo.
Pero la descomposición de los grandes relatos produjo sin quererlo, una disolución del lazo social y el paso de las colectividades sociales a una masa compuesta de átomos individuales.
La pregunta explícita o no planteada por el estudiante, por el Estado o por la institución de enseñanza ya no es ¿eso es verdad? sino ¿para qué sirve?
En el contexto de la mercantilización del saber, esa pregunta significa: ¿se puede vender?
Treinta años después Zygmunt Bauman evalúa lo que significó el saber postmoderno. Dice que ese saber recoge el concepto griego de “Paidea” es decir la “educación a lo largo de toda la vida” pero como contrapartida, citando a Lisa Thomas expresa que la comercialización de la educación para profesionales activos está profundizando las divisiones sociales entre una elite laboral altamente formada y el resto de la fuerza de trabajo, que agrandan el volumen de desempleo y pobreza.
Para el pensamiento empresarial la finalidad de la educación es desarrollar empleados para que mejoren su desempeño en sus puestos de trabajo y prepararlos para otros puestos que puedan ocupar en el futuro. Citando a Borg y Mayo, expresa que en esta estricta época neoliberal, la noción de aprendizaje continuo se presta a un discurso que permite que el Estado abdique de sus responsabilidades como proveedor de educación de calidad a la que todo ciudadano tiene derecho en una sociedad democrática.
Por si este triste panorama fuese poco, dice Bauman, la postmodernidad coincidió también con el auge de las instituciones universitarias privadas que lucran con la ignorancia de sus alumnos a la vez que estos no están en condiciones de juzgar la calidad de los conocimientos que se le ofrecen.
Frente a dicha problemática se levanta la filósofo israelí Ronit Peleg ( Haaretz 18-08-2013). En su columna expresó que la sociedad debe librar una lucha contra el discurso capitalista- técnico-operativo para que no se pierda de vista los viejos horizontes éticos, culturales y políticos de la era en que vivimos. Las universidades privadas no tienen ningún interés en esa lucha, por lo tanto es el deber moral y político de los Decanos de las universidades públicas proteger ese ideal.
¿Tiene comprobación empírica la teoría de Lyotard? ¿Ha vencido la ciencia sobre el mito? El historiador Eric Hobsbawn responde a la pregunta: es una paradoja del siglo XXI que la irracionalidad política e ideológica no halle dificultades para coexistir con la tecnología avanzada. Los asentamientos israelíes en Cisjordania demuestran que no faltan los profesionales especializados en ciencias que creen a pies juntillas la historia del Génesis.
Bibliografía:
Lyotard, Jean F., La Condición Postmoderna, Planeta Agostini, 1993.
Bauman, Zygmunt, Vida Líquida, Paidós, 2007.
Hobsbawm, Eric, Un tiempo de Rupturas, Sociedad y Cultura en el Siglo XX, Crítica, Barcelona, 2013.
( Publicado en la edición impresa de Identidad- Uruguay, Octubre de 2013)
En las sociedades primitivas o religiosas, el relato consistía en una fábula fundacional que justificaba su propia filosofía de la historia. Esos relatos populares, generalmente, contaban los éxitos y fracasos de un héroe, bíblico o clánico y a su vez legitimaba a las instituciones existentes.
Posteriormente sobrevino un cambio del saber tradicional que pasó de estar inserto dentro del relato de la emancipación de los pueblos (revoluciones de los Siglos XVIII y XIX) o bien del oprimido (Vida del Espíritu- Hegel- Revolución del proletariado, Marx). Los héroes, dice Lyotard, pasaron a ser los pueblos oprimidos que se emancipaban o bien la clase oprimida, representada por la elite que la guiaba que autolegitimaba sus instituciones mediante la deliberación de lo que era justo o injusto al mismo tiempo que la comunidad de ilustrados debatía respecto a lo que era verdadero o falso
No había que asombrarse entonces que los representantes de la nueva legitimación por medio del pueblo o de la victoria de la clase obrera, fuesen también los destructores activos de los saberes tradicionales, percibidos ahora como minorías o separatismos oscurantistas. La política escolar de la II República francesa ilustraba estos presupuestos. Las instituciones de la enseñanza superior estaban dedicadas en ese entonces a ser viveros de los cuadros del Estado y la sociedad civil.
En las sociedades industriales y pos industriales (del conocimiento), el gran relato es suprimido y la legitimación es reemplazada por la tecnocracia que no concede ninguna importancia a la creencia de los ciudadanos ni a la moralidad. En este contexto los partidos políticos y las universidades pierden su fuerza frente a los grandes actores de la sociedad industrial: los empresarios, los sindicatos, los tecnócratas, etc.
En este escenario, la transmisión de los saberes ya no aparece destinada a formar una élite capaz de guiar a la nación sino de proporcionar al sistema actores capaces de asegurar su papel en los puestos pragmáticos de los que las instituciones tienen necesidad. El criterio de la productividad tiene sus ventajas, dice Lyotard, excluye la adhesión a un discurso metafísico, requiere el abandono de las fábulas, exige mentes claras y voluntades frías.
Las instituciones de enseñanza son llamadas para que fuercen la capacidad productiva de los técnicos y no deben preocuparse por formar idealistas. En esta sociedad, el saber se trasmite no en bloque a jóvenes, antes de su entrada a la vida activa sino que a la carta, a adultos ya activos, en vista de la mejora de sus capacidades.
Esta relación de los proveedores y los usuarios del conocimiento tiende cada día a revestir la forma de proveedor-consumidor por encima de la de alumno – profesor. El saber es por lo tanto producido para ser vendido.
Fuera de aquellos egresados productivos, los jóvenes que se dedican a las letras o ciencias humanas, constituirán parados no contabilizados por los índices de desempleo.
Pero la descomposición de los grandes relatos produjo sin quererlo, una disolución del lazo social y el paso de las colectividades sociales a una masa compuesta de átomos individuales.
La pregunta explícita o no planteada por el estudiante, por el Estado o por la institución de enseñanza ya no es ¿eso es verdad? sino ¿para qué sirve?
En el contexto de la mercantilización del saber, esa pregunta significa: ¿se puede vender?
Treinta años después Zygmunt Bauman evalúa lo que significó el saber postmoderno. Dice que ese saber recoge el concepto griego de “Paidea” es decir la “educación a lo largo de toda la vida” pero como contrapartida, citando a Lisa Thomas expresa que la comercialización de la educación para profesionales activos está profundizando las divisiones sociales entre una elite laboral altamente formada y el resto de la fuerza de trabajo, que agrandan el volumen de desempleo y pobreza.
Para el pensamiento empresarial la finalidad de la educación es desarrollar empleados para que mejoren su desempeño en sus puestos de trabajo y prepararlos para otros puestos que puedan ocupar en el futuro. Citando a Borg y Mayo, expresa que en esta estricta época neoliberal, la noción de aprendizaje continuo se presta a un discurso que permite que el Estado abdique de sus responsabilidades como proveedor de educación de calidad a la que todo ciudadano tiene derecho en una sociedad democrática.
Por si este triste panorama fuese poco, dice Bauman, la postmodernidad coincidió también con el auge de las instituciones universitarias privadas que lucran con la ignorancia de sus alumnos a la vez que estos no están en condiciones de juzgar la calidad de los conocimientos que se le ofrecen.
Frente a dicha problemática se levanta la filósofo israelí Ronit Peleg ( Haaretz 18-08-2013). En su columna expresó que la sociedad debe librar una lucha contra el discurso capitalista- técnico-operativo para que no se pierda de vista los viejos horizontes éticos, culturales y políticos de la era en que vivimos. Las universidades privadas no tienen ningún interés en esa lucha, por lo tanto es el deber moral y político de los Decanos de las universidades públicas proteger ese ideal.
¿Tiene comprobación empírica la teoría de Lyotard? ¿Ha vencido la ciencia sobre el mito? El historiador Eric Hobsbawn responde a la pregunta: es una paradoja del siglo XXI que la irracionalidad política e ideológica no halle dificultades para coexistir con la tecnología avanzada. Los asentamientos israelíes en Cisjordania demuestran que no faltan los profesionales especializados en ciencias que creen a pies juntillas la historia del Génesis.
Bibliografía:
Lyotard, Jean F., La Condición Postmoderna, Planeta Agostini, 1993.
Bauman, Zygmunt, Vida Líquida, Paidós, 2007.
Hobsbawm, Eric, Un tiempo de Rupturas, Sociedad y Cultura en el Siglo XX, Crítica, Barcelona, 2013.
( Publicado en la edición impresa de Identidad- Uruguay, Octubre de 2013)